sábado, 23 de marzo de 2024

De la Brevedad de la Vida, Séneca

Reflexionando sobre la obra y la vida de Séneca se pone de manifiesto la complejidad de la búsqueda de virtud en un mundo cambiante y paradójico. Su tratado De la brevedad de la vida enfatiza la necesidad de vivir con propósito y autenticidad en un mundo transitorio, sin embargo, la participación de Séneca en la política imperial, su relación con Nerón o su acumulación de fortuna, que casi hace sombra a la del propio emperador, y que por otro lado desdeña, plantea ciertas preguntas sobre la consistencia de sus principios éticos. El Baron Macauslay, Secretario de Guerra de la reina Victoria, decía que leer a Séneca era como “cenar solo aceite de anchoas”. El crítico de arte australiano Robert Hughes decía de Séneca que fue “un hipócrita sin igual en el mundo antiguo”. Un anterior cónsul de su propia época, Publius Siullius le acusó públicamente de hipocresía porque “saqueaba las provincias hasta dejarlas secas”. El historiador Dión Casio, 150 años después del filósofo cordobés, criticó su ánimo de censura a los demás, al afirmar que “poseía quinientas mesas de madera de cedro con patas de marfil” con las que agasajaba a sus invitados. 

En una carta fechada el 15 de julio de 1869, Engels presume de las 170 libras netas (90.000 euros actuales) que ha ganado en base a las 10.000 (1,5 millones de euros actuales) que tiene invertidas en empresas inglesas de agua, gas y ferrocarriles y explica que este beneficio representa un 5% del “capital” invertido (antes criticado), y que tendría que provenir, digo yo, como no podía ser de otra manera, de la explotación y enajenación del trabajo del proletario; a quien se negaba el fruto de su trabajo (según Marx y el mismo). Y es que todo esto ocurre por lo que ya dijo el propio Engels en el Anti-Düring: “La vida es por lo tanto una contradicción”. Aterrizando en la actualidad del 2015, otros también “cabalgan con contradicciones” cuando afirman que A mí me parece más peligroso el rollo de aislar a alguien porque entonces no saben lo que pasa fuera. Este rollo de los políticos que viven en Somosaguas, que viven en chalets, que no saben lo que es coger el transporte público”; para que luego, el autor de la cita se compre un chalet en Galapagar. O cuando algún exministro ha comentado que las puertas giratorias “Son la punta del iceberg; debajo hay mucho más”, para luego dejarse contratar por una potente consultora tras un contradictorio giro de puertas. 

En su De la Clemencia (55 d. C.) Séneca alaba y asemeja a Nerón a un gobernante sabio y clemente, por su magnánima frase de “Quisiera no saber escribir…”, lamentando la necesidad de justificar una condena a unos malhechores. En su ensayo Sobre la Felicidad (59 d. C.) cuestionó: “¿por qué es adepto de la filosofía y vive con tanta opulencia? ¿Por qué dice que hay que despreciar las riquezas y las tiene? ¿Considera despreciable la vida, y vive, sin embargo? ¿Considera despreciable la salud y, no obstante, la cuida con todo esmero y la prefiere excelente?” En ese mismo libro Séneca afirma que: “Tendrá el filósofo grandes riquezas, pero no arrebatadas a nadie ni manchadas de sangre ajena: adquiridas sin perjuicio de ninguno, sin negocios sucios, que salgan tan honradamente como entraron, de las que no se lamenten más que los malévolos.” Sin embargo cuando Británico es supuestamente envenenado en el año 55 d. C. y desaparece la más clara competencia al poder de Nerón, este reparte sus riquezas entre su camarilla y Séneca es uno de los más beneficiados. Como cónsul suffectus del emperador, se supone que dispondría de una cierta Agencia de Inteligencia a su disposición? ¿Cuál sería su conclusión sobre la muerte de Británico: que tenía que ser debida a un ataque epiléptico? ¿Cómo conciliaba el filósofo la virtud con las demandas del poder y su lealtad política? 

Además, surge la preocupación lógica sobre la disponibilidad del tiempo para la realización de sus ideales estoicos radicales en la vida cotidiana, pues, tanto en la época de Séneca como en la actualidad, ¿no están la mayoría de los ciudadanos demasiado abrumados e insatisfechos con su trabajo y los trajines de su vida diaria como para perseguir tal ideal? ¿No se somete el individuo al paradigma amo-esclavo, jefe-empleado de tal manera que no puede expresar lo que realmente piensa, siente o necesita; o como decía Upton Sinclair “Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda.”?

Esto plantea interrogantes sobre la aplicabilidad de sus enseñanzas en un contexto más amplio y sobre la compatibilidad de estos principios éticos con la cruda realidad. ¿No da la impresión de que, en última instancia, es un mensaje que solo llega a una élite, que cree así encontrar en esta doctrina su propia felicidad y entereza, mientras que la gran mayoría de ciudadanos, mediocres, alienados por sus ocupaciones van a la deriva debido a las limitaciones de tiempo, la ignorancia, su falta de talento o su mala fortuna?

¿No sería más operativo para el bienestar de una sociedad que el ciudadano se eduque de forma general para los desafíos de la vida y de la polis a través de la fusión de la vida política y contemplativa que propone Hannah Arendt, antes que prepararse para la muerte a través de la búsqueda de la virtud y la sabiduría estoica? Da la impresión de que ambas están bastante lejos del alcance del ciudadano medio y la muerte supone un momento demasiado breve en el tiempo de vida del individuo, como para tener que prepararse de forma exquisita para encarar tal momento. ¿No sería más coherente preocuparse por un conocimiento quizá más limitado, pero al alcance del ciudadano medio, que le permita participar en su sociedad con mayor virtud y responsabilidad? La muerte le llega inevitablemente, pero la sociedad en la que vivió sin duda perdura.

El historiador romano Tácito narra en sus Anales (c. 116 d. C.) cómo la condena a muerte por suicidio forzoso (summa necessitas), Séneca la acogió con serenidad, entereza y virtud. Se ha querido asemejar esta pena capital a la que sufrió Sócrates, pero hay ciertas diferencias: al filósofo griego le acusaron de corrupción de los jóvenes (νεωτερίζειν - neōterizein) y de herejía (ἀσέβεια - asebeia), mientras que al filósofo romano se le acusó de participar en la conspiración (coniuratio) de Pisón contra el emperador y fue su propia frase  "Mi vida depende de que a Pisón no le ocurra nada”, la que realmente le condenó.

Tampoco encontramos en sus escritos críticas o comentarios a las acciones de Nerón o de Agripina. Seguramente no fuera seguro o conveniente dejar por escrito dichas reflexiones. Pero es ahí donde se encuentra la esencia de la realidad de su existencia: la conjunción entre la moral objetiva, la esencia que se predica en abstracto y la moral subjetiva, la que se aplica en la contingencia real de la existencia. ¿Se supone que cuanto más coherencia haya entre una y otra más integridad se muestra en la conducta? Séneca “cabalga con contradicciones” desde su gran mansión en las afueras de Roma, pero, así todo, nos desafía a través de sus escritos y acciones a reflexionar sobre la naturaleza efímera de la existencia y la importancia de buscar la virtud en medio de la incertidumbre. Su legado nos recuerda las dificultades inherentes a la búsqueda de la escurridiza virtud en un mundo imperfecto, al tiempo que nos inspira a aspirar a una vida significativa y auténtica, cercana a la filosofía, incluso cuando las circunstancias pueden ser adversas y los ideales difíciles de alcanzar. Lo cierto es que quizás a veces sea radicalmente apático e imperturbable, pero siempre tendrá un lugar en el Liceo de los filósofos por su genial elocuencia y la profundidad de sus ideas.

Y a modo de conclusión quizás sería interesante plantearnos si se puede separar la vida y la obra de los filósofos (Engels, Marx, Séneca, Heidegger, Foucault, Schopenhauer, Sartre…). ¿Debemos exigir a los autores que prediquen con el ejemplo? O, ¿debemos aceptar sus contradicciones como parte de las muchas aporías en que se ve entrelazada la experiencia humana? Conviene hacer distinciones sin embargo, ellos no están incurriendo en contradicciones metafísicas como por qué nacemos para morir, vivimos solos en la multitud, hay un libre albedrío predestinado o la aporía de unidad de los opuestos en el Parménides de Platón. No, sus contradicciones no forman parte de un razonamiento lógico o metafísico, sino que quedan encasilladas en la índole del “haz lo que digo y no lo que hago” y por tanto predican contra su ejemplo. Una incoherencia en su vida que quizá ¿podría filtrarse entre las líneas de sus textos e insoslayablemente a través de toda su obra? Las contradicciones metafísicas pertenecen al mundo de la dialéctica del filósofo, las contradicciones morales pertenecen al mundo de la dialéctica del hipócrita. Si el ciudadano es incapaz de primeramente detectar la hipocresía, segundo denunciarla y en tercer lugar condenarla, ¿no le quedará más remedio que aceptarla, conformarse o incluso someterse a ella?

lunes, 14 de noviembre de 2022

¿Es la política una aporía?

    Dice Aristóteles en su Metafísica que «Se llaman Contrarias las cosas de géneros diferentes que no pueden coexistir en el mismo sujeto». La Lengua actual se sigue expresando en términos similares cuando define a los antónimos complementarios como aquellos que se excluyen el uno al otro: como casado-soltero o vivo-muerto; o los graduales: blanco-negro, frío-calor, que siendo opuestos admiten términos intermedios.

    
    Los conceptos de libertad y tiranía, por ejemplo, pertenecen a la categoría de los incompatibles para un mismo sujeto. El más autocrático de los dos es eminentemente conservador, en tanto y cuanto pretende conservar su propia institución y, por lo general, los tiranos no parecen tener la intención de progresar hacia un estado diferente. Por el contrario, en un régimen de libertad, los demócratas permiten la dialéctica entre las diferentes gradaciones: lo conservador, lo progresista y las gamas del medio o por los extremos. 

    Existe una convención generalizada que establece el nacimiento de los partidos políticos a partir de la Revolución Francesa, con girondinos (derecha constitucionalista reformista) y jacobinos (izquierda revolucionaria centralista). Pero esta convención obvia el hecho de que ya en USA en 1777 se formó el Partido Federalista de Alexander Hamilton, al que se opondría el Partido Demócrata Republicano de Thomas Jefferson. Pero, en cualquier caso, sin ser partidos políticos inscritos en el Ministerio del Interior, siempre que ha habido una cierta dialéctica “democrática”, han existido estas tendencias o facciones de izquierdas o derechas, progresistas o conservadoras. En la antigua Grecia nos encontramos con la facción aristócrata u oligárquica (conservadora) o la demócrata o popular (progresista) y los moderados (de centro). En la antigua Roma estaban los nobiles y los optimates (conservadores) y los populares (progresistas) que apoyaban el poder de las asambleas populares. Y también se han dado los independientes, como George Washington, que era de la opinión que un partido político, «sirve siempre para distraer a los consejos públicos y debilitar la administración pública. Agita a la comunidad con celos infundados y falsas alarmas, enciende la animosidad de una parte contra otra, fomenta ocasionalmente disturbios e insurrecciones». De hecho, siempre confió en que el país podría y debería funcionar sin la existencia de partidos políticos.

    En teoría, la política es la actividad que aspira a gestionar bien los asuntos públicos en beneficio del estado y sus ciudadanos y para ello, el político adopta alguna de esas gamas dentro del espectro y así poder anunciar que, por su experiencia, conocimientos y adscripción ideológica, está mejor capacitado que otro para gestionar eficazmente esos asuntos y alcanzar dicho bien. Pero es precisamente en ese acto de proclamación de la buena modalidad política donde se califica tácitamente a la contraria como mala. Y claro, si lo del partido X es lo bueno y lo del partido Y lo malo, no se entiende como los militantes Y persisten tan insistentemente y durante tanto tiempo en su error; si no fuera porque estos del partido Y piensan exactamente lo mismo de los militantes del partido X. Y así, en un sempiterno ejercicio de negación mutua, se apelará universal y categóricamente a una mayor o menor intervención del Estado para llevar a cabo sus visiones y misiones diametralmente opuestas; sin tener demasiado en cuenta que, a lo mejor, la mayor o menor intervención podría depender más bien de las circunstancias contingentes de un momento dado (guerra, pandemia, crisis, pobreza, bonanza económica, etcétera), que de una perspectiva inflexible, predeterminada y teórica.

    De la misma manera y a modo de analogía, el frío y el calor son antónimos graduales y, por lo general, tanto a los que les gusta más o menos el frío, como a los que les gusta más el calor, cuando hace mucho frío, se suscribirán a la política del calor y a la inversa, solicitarán el frío para aliviar las contingencias del calor. O al menos esto sería lo que dictaría la lógica. Sin embargo, en este modelo polarizado, da la impresión de que los altos representantes del Partido del Frío defendieran estrictas políticas frías en pleno invierno o el portavoz del Partido del Calor reclamara con vehemencia sus medidas razonablemente cálidas en plena canícula. El calor o el frío se han convertido en su forma unívoca de hacer política y son los intereses creados, la rígida disciplina de partido y el fuerte sentido de identidad ideológica, los que refuerzan sus principios y convicciones, nublando su visión de la realidad, invitándoles a “cabalgar con contradicciones” e influyendo negativamente en la verdad o realidad por consenso por la que se rige una democracia.

    Y así, algunos ciudadanos barruntarán cómo barruntaba la filósofa francesa Simone Weil en su breve, pero intenso Notas sobre la supresión general de los partidos políticos (os invito a leerlo para el debate), que lo mejor sería suprimirlos directamente y zanjar el problema. Pero este drama político está subsumido en una aporía entre opuestos y el intento de erradicarlos no parece ser la solución. No se puede eliminar al frío para que disfrutemos siempre del calor, ni erradicar el calor cuando el frío también es necesario. Los accidentes son partes contingentes del sujeto y se manifestarán en este, especialmente bajo una perspectiva irracional, de forma aleatoria y en muchas ocasiones difícil de predecir; como difícil es predecir si la partícula cuántica se manifestará como partícula o como onda. Quizá sea este paradigma cuántico el que transciende e impregna con su paradoja el mundo biológico, psicológico, político, etc…

    Pero, ¿qué se puede hacer cuando se presentan fenómenos que generan contradicciones insolubles? Si tiramos de la manta de la realidad, ¿no aparecerían muchas más aporías de las que nos imaginamos? En el Parménides de Platón, la primera hipótesis plantea que el Uno parmenídeo, como tal, es un Todo y esto obliga evidentemente a que este Todo tenga al menos una Parte. Pero esto ya presupone tres elementos que componen el Uno, y así el Uno ya no es solo uno, sino uno, dos y tres al mismo tiempo. ¿Cómo? No es sorprendente que el libro se convierta en una sucesión de antinomias hasta que al final no se llega a ninguna conclusión. Quizá sea esta la función de la aporía: explorar a través de una falla en la razón los límites de la misma, no para resolver el dilema, sino para entender mejor la realidad. Plotino entendió demasiado bien el Parménides y con él desarrolló su sistema filosófico (el del Uno). Los primeros padres cristianos entendieron demasiado bien a Plotino y a Platón y con estos conceptos trinitarios pasaron de hipótesis a hipóstasis para refundar el cristianismo (el de la Santísima Trinidad). Así que no se puede decir que un libro breve, lleno de aporías e inconcluso, haya dado poco de sí.

    La política afecta el modo en que vivimos y más allá del trasfondo de una contradicción, lo que nos interesa es alcanzar ese bienestar que nos prometen. Quizá comprendiendo este conflicto con mayor profundidad, el profesional de la política se vería dotado de una mayor sensibilidad y racionalidad, que le ayudaría a mostrar una mayor tolerancia y flexibilidad hacia la postura contraria. O, si son el ego y la ambición las que confunden a la razón, al menos que sea el ciudadano el que sea consciente de esas cualidades necesarias y sepa entregarle su voto a quien tenga la cabeza fría y el corazón caliente para tomar las decisiones adecuadas en el momento contingente. Ya sabemos que los otros, los del corazón frío y la cabeza caliente, los que ni son conscientes que están viviendo una aporía, no se lo van a poner nada fácil, por no decir que van a hacer la vida imposible, sobre todo a aquellos que intenten poner de manifiesto eso: que están viviendo una aporía.

    Si los profesionales de la política no pueden evitar prometer en falso, fingir virtud o desvirtuar la realidad para conseguir sus objetivos, ni el ciudadano de a pie es capaz de detectar estas iniquidades para entregarle su voto a un profesional más honesto, quizá tendría que ser una inteligencia artificial, la de la cabeza fría y el corazón frío, la que rija los destinos de una humanidad que no conecta del todo con la razón. La inteligencia artificial “sabrá” perfectamente cómo se relacionan los contrarios y será conservadora o progresista en función de las circunstancias; ya que ella por sí sola, a priori, no se regirá por intereses creados. No sería perfecta, pero ¿sería mejor? No es que el dictamen de una inteligencia artificial se convierta en proyecto de ley, sino que su veredicto imparcial obligaría a los representantes del pueblo (inevitablemente de izquierdas o de derechas) a debatir y votar el criterio de un software que gestiona muchos más datos que ellos y encima no necesita aferrarse a un sillón. Sería simplemente la existencia de un asiento más en el congreso de los diputados que pondría en evidencia ante el gran público al resto de congresistas. Ya ha habido en la historia demasiados periodos de crisis-bonanza, guerra-paz, fracaso-éxito, justicia-injusticia como para que la maquinita se nutra de información objetiva y se le planteen algoritmos apolíneos, que la pasión dionisiaca ya se encargarán los humanos de canalizarla a través de su conducto reglamentario. Pero este ya será tema para otro debate…


martes, 29 de junio de 2021

6. El Logos del Romanticismo 1

    La primera revolución acababa de arrancar trayendo consigo nuevas e inesperadas tecnologías: la electricidad, la máquina a vapor (1763), el telar mecánico (1784), la locomotora (1804), la bombilla (1809), el telégrafo (1833), etc… Este boom hizo que muchos se frotaran las manos, pensando en cuánto se llenarían sus bolsillos aplicando las ideas de Smith, Locke, Ricardo, etc… Y fueron precisamente aquellos comerciantes y capitalistas, de quienes más desconfiaba Adam Smith, los que sin duda se beneficiaron de sus ideas de “libre mercado”, acomodando su ideología a las necesidades de su codicia y falta de escrúpulos. Generaron grandes capitales, se hicieron la foto con el puro y obviaron la “letra pequeña” de La Riqueza de las Naciones, donde se detallaba la necesidad de la educación del pueblo, una justicia independiente, impuestos progresivos y en vez de eso, por lo general, se dedicaron a comprar a la justicia, evadir impuestos y mantener al pueblo analfabeto, matarlo a trabajar 12 horas al día, 6 días a la semana en condiciones miserables, hacinados sin ventilación y expuestos a constantes peligros, emanaciones tóxicas, metales pesados, disolventes, polvo, ratas…

lunes, 28 de junio de 2021

5. El Logos Barroco

      La democracia americana es la más antigua y duradera de la edad moderna. Reapareció en 1789 tras aquel lejano colapso de la griega veinte siglos años antes y, tuvieron que pasar dos mil años para que este logos rebrotara con algo más de libertad tras haber sido pisoteado, ninguneado, vituperado, condenado y malinterpretado.

"Give me liberty or give me death", Patrick Henry, 1775