EL CRISTIANISMO
Pero entre tanto titubeo entre lo bueno y lo malo, lo divino y lo humano, apareció el cristianismo para zanjar estas sutiles disquisiciones sobre el Logos y el no-Logos. Un concepto tan jugoso no se podía dejar tirado en la cuneta. Y así, el Evangelio de San Juan (1:1) (c. 90 d. C.) inicia el Génesis con «el principio era el Verbo (logos), y el Verbo (logos) era con Dios, y Dios era el Verbo (logos)». Traduciendo literalmente logos como palabra (o verbo), entendiéndose como algo Superior que dictaba la creación y, que al igual que el Logos de Heráclito estaba ya ahí antes de cualquier otro fenómeno: «Queriendo o sin querer, se le debe llamar Zeus» o como dice la Biblia: «Dios era el Logos», que podría también traducirse, si nos atenemos a la inversión predicado-sujeto del griego antiguo: «El logos era Dios». Y no solamente el logos era Dios, sino que además era Todo, omnipresente, omnímodo, omnisciente, y sobre todo: era el nuestro.
Pero justo a partir de la conversión del Imperio Romano al cristianismo, términos paganos como Logos, Nous, Arjé, Physis o cualquier otro término que pusiera en duda la lógica del Dios cristiano, quedaron proscritos. Ahora el Dios era Verbo o la Razón o viceversa, y cualquier interpretación alternativa sería purgada con sangre y fuego para librar a los intérpretes de su error y salvaguardar su salvación eterna. Y así pasaron siglos con el Logos relegado a la ciencia de la “Lógica” entre los pupitres de algunos escolásticos que supieron elegir la ocasión para someterse al “logos” imperante de San Agustín (354-430), que marcaba el espíritu de la Alta Edad Media: «La razón no se sometería nunca, si no se juzgase que hay ocasiones en que debe someterse».
Hasta que tras muchos y penosos siglos, Averroes (1126-1198) «el Comentador» (de Aristóteles), anunció la Baja Edad Media al defender al estagirita frente a afirmaciones de los más ortodoxos que contraponían la filosofía a la religión y sería, por lo tanto, una afrenta a las enseñanzas del islam.
«La noética de Averroes, formulada en su obra conocida como Gran comentario, parte de la distinción aristotélica entre dos intelectos, el nous pathetikós (intelecto receptivo) y el nous poietikós (intelecto agente), que permitió desligar la reflexión filosófica de las especulaciones míticas y políticas. Averroes se esforzó en aclarar cómo piensa el ser humano y cómo es posible la formulación de verdades universales y eternas por parte de seres perecederos. El filósofo cordobés se distancia de Aristóteles al subrayar la función sensorial de los nervios y al reconocer en el cerebro la localización de algunas facultades intelectivas (imaginación, memoria...).
Averroes sitúa el origen de la intelección en la percepción sensible de los objetos individuales y concreta su fin en la universalización, que no existe fuera del alma (el principio de los animales): el proceso consiste en sentir, imaginar y, finalmente, captar el universal. Ese universal tiene, por lo demás, existencia en cuanto que lo es por aquello que es particular. En cualquier caso, es el intelecto o entendimiento el que proporciona la universalidad a lo que parte de las cosas sensibles». ¿Universal de qué?, se preguntaron sus detractores. Seguramente esta élite mahometana ni siquiera entendía lo que el hombre estaba intentando decir como tampoco lo entienden ni yo ni el lector. Aunque lo que sí creían y afirmaban, y no con mal criterio visto lo visto, que «allí donde se difundieran las ideas filosóficas desaparecería la religión». Si Niestsche dijo en el siglo XIX, “Dios ha muerto”, la jerarquía del Islam del pleno medievo decía, “Si estudiáis esto, Dios va a morir”. Sabias y proféticas palabras de quienquiera que las dijese. Este andalusí abriría una herida que ya no se volvería a cerrar.
Tras el siglo de Averroes, Siger de Brabant (1240-1285) tomó el relevo con su consideración de que la verdad era una, pero a la que se podía llegar por varios caminos o vías, y la propuso como la doctrina de la doble verdad; según la cual hay una verdad religiosa y una verdad filosófica y científica: "Se debe considerar atentamente en cuanto atañe al Filósofo y en cuanto puede ser comprendida por la razón y la experiencia humanas, investigando lo que sostienen los filósofos más que la Verdad, para proceder filosóficamente". Esta doctrina sería adoptada por la mayoría de defensores europeos del averroísmo.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274) también se dejó seducir por los efluvios de este logos dual y acogió la fe y la razón, la filosofía y la teología como disciplinas diferentes pero no contrapuestas, que confluyen, se complementan y se prestan mutua ayuda. Y así, ni corto ni perezoso, se dispuso a probar la existencia de Dios por vía de la razón: «Las cosas que no tienen conocimiento no tienden al fin sin ser dirigidas por alguien con conocimiento e inteligencia, como la flecha por el arquero. Por lo tanto, hay alguien inteligente por el que todas las cosas son dirigidas al fin. Le llamamos Dios». ¿Por lo tanto? ¿Es razonable (eulogos) que si no sabemos por qué ciertas cosas tienden a un fin, éste tenga que estar dirigido por Dios? ¿No hubiera sido más eulógico afirmar que por lo tanto, no sabemos quién lanzó la primera flecha? Ahora, el virus del logos se esparcía por estos siglos oscuros como una pandemia.
Guillermo de Ockham (1298-1347), vino con su navaja a separar el trigo de la paja o la fe de la razón alegando que ni la existencia de Dios ni los atributos divinos pueden explicarse racionalmente, sino que quedan relegados al ámbito de la revelación. Y si había dudas sobre un razonamiento, tenía la receta perfecta: «En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable». Sencillez que el Papa Juan XXII no compartía y Guillermo tuvo que buscar refugio en la corte del emperador del Sacro Imperio Ludovico IV hasta su muerte por la peste negra.
La batalla entre la razón filosófica y la fe teológica estaba servida y la profecía de la ortodoxia mahometana se iba cociendo lentamente: «...allá donde se difundan las ideas filosóficas desaparecerá la religión...». Rafael incluye a Averroes en su fresco de La escuela de Atenas. Dante Alighieri sitúa al cordobés en el limbo junto a otros espíritus magnos, que habiendo tenido la mala suerte de haber nacido antes del advenimiento del cristianismo o pertenecer a una fe diferente, habían sido, no obstante, almas inocentes que habían obrado bien. Dante y sus colegas humanistas están embriagados con este renacimiento grecolatino y la razón humana es un valor al alza. Florece la actividad artística, intelectual y analítica del conocimiento. El antropocentrismo se pone de moda.
Aunque el aristotelismo no sólo cosecha seguidores. Lutero dice que "La Ética completa de Aristóteles es el mayor enemigo de la gracia". Llama al filósofo “embaucador” (fabulator), filósofo rancio” (rancidus philosopus), que el espíritu santo es más que Aristóteles; "Aristóteles es a la teología lo que las tinieblas son a la luz". Pero por otro lado, su más estrecho colaborador, Phillip Melanchthon confiesa que está trabajado "por la reinstauración de lo aristotélico" (ad instauranda aristotelica) y al mismo tiempo cuanto más se quejan estos protestones del estagirita, más cátedras se abren en la universidad de Wittenberg.
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