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lunes, 14 de noviembre de 2022

¿Es la política una aporía?

    Dice Aristóteles en su Metafísica que «Se llaman Contrarias las cosas de géneros diferentes que no pueden coexistir en el mismo sujeto». La Lengua actual se sigue expresando en términos similares cuando define a los antónimos complementarios como aquellos que se excluyen el uno al otro: como casado-soltero o vivo-muerto; o los graduales: blanco-negro, frío-calor, que siendo opuestos admiten términos intermedios.

    
    Los conceptos de libertad y tiranía, por ejemplo, pertenecen a la categoría de los incompatibles para un mismo sujeto. El más autocrático de los dos es eminentemente conservador, en tanto y cuanto pretende conservar su propia institución y, por lo general, los tiranos no parecen tener la intención de progresar hacia un estado diferente. Por el contrario, en un régimen de libertad, los demócratas permiten la dialéctica entre las diferentes gradaciones: lo conservador, lo progresista y las gamas del medio o por los extremos. 

    Existe una convención generalizada que establece el nacimiento de los partidos políticos a partir de la Revolución Francesa, con girondinos (derecha constitucionalista reformista) y jacobinos (izquierda revolucionaria centralista). Pero esta convención obvia el hecho de que ya en USA en 1777 se formó el Partido Federalista de Alexander Hamilton, al que se opondría el Partido Demócrata Republicano de Thomas Jefferson. Pero, en cualquier caso, sin ser partidos políticos inscritos en el Ministerio del Interior, siempre que ha habido una cierta dialéctica “democrática”, han existido estas tendencias o facciones de izquierdas o derechas, progresistas o conservadoras. En la antigua Grecia nos encontramos con la facción aristócrata u oligárquica (conservadora) o la demócrata o popular (progresista) y los moderados (de centro). En la antigua Roma estaban los nobiles y los optimates (conservadores) y los populares (progresistas) que apoyaban el poder de las asambleas populares. Y también se han dado los independientes, como George Washington, que era de la opinión que un partido político, «sirve siempre para distraer a los consejos públicos y debilitar la administración pública. Agita a la comunidad con celos infundados y falsas alarmas, enciende la animosidad de una parte contra otra, fomenta ocasionalmente disturbios e insurrecciones». De hecho, siempre confió en que el país podría y debería funcionar sin la existencia de partidos políticos.

    En teoría, la política es la actividad que aspira a gestionar bien los asuntos públicos en beneficio del estado y sus ciudadanos y para ello, el político adopta alguna de esas gamas dentro del espectro y así poder anunciar que, por su experiencia, conocimientos y adscripción ideológica, está mejor capacitado que otro para gestionar eficazmente esos asuntos y alcanzar dicho bien. Pero es precisamente en ese acto de proclamación de la buena modalidad política donde se califica tácitamente a la contraria como mala. Y claro, si lo del partido X es lo bueno y lo del partido Y lo malo, no se entiende como los militantes Y persisten tan insistentemente y durante tanto tiempo en su error; si no fuera porque estos del partido Y piensan exactamente lo mismo de los militantes del partido X. Y así, en un sempiterno ejercicio de negación mutua, se apelará universal y categóricamente a una mayor o menor intervención del Estado para llevar a cabo sus visiones y misiones diametralmente opuestas; sin tener demasiado en cuenta que, a lo mejor, la mayor o menor intervención podría depender más bien de las circunstancias contingentes de un momento dado (guerra, pandemia, crisis, pobreza, bonanza económica, etcétera), que de una perspectiva inflexible, predeterminada y teórica.

    De la misma manera y a modo de analogía, el frío y el calor son antónimos graduales y, por lo general, tanto a los que les gusta más o menos el frío, como a los que les gusta más el calor, cuando hace mucho frío, se suscribirán a la política del calor y a la inversa, solicitarán el frío para aliviar las contingencias del calor. O al menos esto sería lo que dictaría la lógica. Sin embargo, en este modelo polarizado, da la impresión de que los altos representantes del Partido del Frío defendieran estrictas políticas frías en pleno invierno o el portavoz del Partido del Calor reclamara con vehemencia sus medidas razonablemente cálidas en plena canícula. El calor o el frío se han convertido en su forma unívoca de hacer política y son los intereses creados, la rígida disciplina de partido y el fuerte sentido de identidad ideológica, los que refuerzan sus principios y convicciones, nublando su visión de la realidad, invitándoles a “cabalgar con contradicciones” e influyendo negativamente en la verdad o realidad por consenso por la que se rige una democracia.

    Y así, algunos ciudadanos barruntarán cómo barruntaba la filósofa francesa Simone Weil en su breve, pero intenso Notas sobre la supresión general de los partidos políticos (os invito a leerlo para el debate), que lo mejor sería suprimirlos directamente y zanjar el problema. Pero este drama político está subsumido en una aporía entre opuestos y el intento de erradicarlos no parece ser la solución. No se puede eliminar al frío para que disfrutemos siempre del calor, ni erradicar el calor cuando el frío también es necesario. Los accidentes son partes contingentes del sujeto y se manifestarán en este, especialmente bajo una perspectiva irracional, de forma aleatoria y en muchas ocasiones difícil de predecir; como difícil es predecir si la partícula cuántica se manifestará como partícula o como onda. Quizá sea este paradigma cuántico el que transciende e impregna con su paradoja el mundo biológico, psicológico, político, etc…

    Pero, ¿qué se puede hacer cuando se presentan fenómenos que generan contradicciones insolubles? Si tiramos de la manta de la realidad, ¿no aparecerían muchas más aporías de las que nos imaginamos? En el Parménides de Platón, la primera hipótesis plantea que el Uno parmenídeo, como tal, es un Todo y esto obliga evidentemente a que este Todo tenga al menos una Parte. Pero esto ya presupone tres elementos que componen el Uno, y así el Uno ya no es solo uno, sino uno, dos y tres al mismo tiempo. ¿Cómo? No es sorprendente que el libro se convierta en una sucesión de antinomias hasta que al final no se llega a ninguna conclusión. Quizá sea esta la función de la aporía: explorar a través de una falla en la razón los límites de la misma, no para resolver el dilema, sino para entender mejor la realidad. Plotino entendió demasiado bien el Parménides y con él desarrolló su sistema filosófico (el del Uno). Los primeros padres cristianos entendieron demasiado bien a Plotino y a Platón y con estos conceptos trinitarios pasaron de hipótesis a hipóstasis para refundar el cristianismo (el de la Santísima Trinidad). Así que no se puede decir que un libro breve, lleno de aporías e inconcluso, haya dado poco de sí.

    La política afecta el modo en que vivimos y más allá del trasfondo de una contradicción, lo que nos interesa es alcanzar ese bienestar que nos prometen. Quizá comprendiendo este conflicto con mayor profundidad, el profesional de la política se vería dotado de una mayor sensibilidad y racionalidad, que le ayudaría a mostrar una mayor tolerancia y flexibilidad hacia la postura contraria. O, si son el ego y la ambición las que confunden a la razón, al menos que sea el ciudadano el que sea consciente de esas cualidades necesarias y sepa entregarle su voto a quien tenga la cabeza fría y el corazón caliente para tomar las decisiones adecuadas en el momento contingente. Ya sabemos que los otros, los del corazón frío y la cabeza caliente, los que ni son conscientes que están viviendo una aporía, no se lo van a poner nada fácil, por no decir que van a hacer la vida imposible, sobre todo a aquellos que intenten poner de manifiesto eso: que están viviendo una aporía.

    Si los profesionales de la política no pueden evitar prometer en falso, fingir virtud o desvirtuar la realidad para conseguir sus objetivos, ni el ciudadano de a pie es capaz de detectar estas iniquidades para entregarle su voto a un profesional más honesto, quizá tendría que ser una inteligencia artificial, la de la cabeza fría y el corazón frío, la que rija los destinos de una humanidad que no conecta del todo con la razón. La inteligencia artificial “sabrá” perfectamente cómo se relacionan los contrarios y será conservadora o progresista en función de las circunstancias; ya que ella por sí sola, a priori, no se regirá por intereses creados. No sería perfecta, pero ¿sería mejor? No es que el dictamen de una inteligencia artificial se convierta en proyecto de ley, sino que su veredicto imparcial obligaría a los representantes del pueblo (inevitablemente de izquierdas o de derechas) a debatir y votar el criterio de un software que gestiona muchos más datos que ellos y encima no necesita aferrarse a un sillón. Sería simplemente la existencia de un asiento más en el congreso de los diputados que pondría en evidencia ante el gran público al resto de congresistas. Ya ha habido en la historia demasiados periodos de crisis-bonanza, guerra-paz, fracaso-éxito, justicia-injusticia como para que la maquinita se nutra de información objetiva y se le planteen algoritmos apolíneos, que la pasión dionisiaca ya se encargarán los humanos de canalizarla a través de su conducto reglamentario. Pero este ya será tema para otro debate…