«En la razón (logos) hay dos partes distintas: una relativa a la ciencia y a los principios eternos e inmutables, la otra que delibera y calcula sobre las cosas contingentes.» Ética a Nicómaco, Aristóteles
En la Grecia Micénica, mucho antes de la clásica, la sabiduría era atribuida a las divinidades Zeus o Apolo y transmitida al rey, que en ejercicio de su soberanía y ostentando el cetro de mando, comunicaba al pueblo aquello que le era revelado a través del oráculo. Estaba, por tanto, en posesión de una información que no era de los hombres sino que pertenecía a los dioses; lo cual implicaba una posición de “riesgo'' y, como sugeriría más tarde Heráclito, «un cierto estado de locura». Este conocimiento y su discurso era lo que aquellos griegos arcaicos denominaban Logos.
En una tradición mitológica, logos se utilizaba para definir el saber industrioso (know-how), especialmente para la construcción y la evitación de los peligros de la naturaleza. Así, Dédalo tenía el logos para construir el laberinto del minotauro y Teseo tenía el logos taurino para marear y cansar al minotauro. En otra tradición, Apolo da muerte a la serpiente pitón que custodia el oráculo de Delfos, para vengar la persecución que Zeus, su padre, había ordenado de su madre Leto. Toma posesión del oráculo y, a través de la pitonisa, empieza a transferir a los hombres el saber de la memoria de «lo que fue, lo que es y lo que ha sido» en forma de palabras enlazadas (leguein), compuestas en forma de poesía para facilitar su memorización, que ahora tenían una función previsora y de adivinación de los desastres naturales y del destino de los concurrentes. No hay que ser adivino para imaginar que este mensaje de los dioses comunicado a través de la pitonisa o pitoniso de turno, unas veces serían balbuceos ininteligibles, otras intuiciones de algún mal vidente, de vez en cuando extrañas casualidades y con frecuencia serían designios del propio rey y sus asesores; pues no vamos a ser tan incautos como para dar crédito a unos dioses mitológicos que fueron desbancados de su Olimpo. Y parece más lógico que fuera la urdimbre de aquellos monarcas que habían diseñado el truco perfecto para implementar su propio conocimiento y sus propias leyes a través de esta tradición “sagrada”.
Luego, durante los siglos oscuros (c. XII-VIII a. C.), los reinos micénicos fueron destruidos y aparecieron las primeras ciudades griegas (polis), donde la sede de la soberanía ya no era el palacio sino el ágora (plaza): un espacio público y abierto donde las decisiones se tomaban por mayoría entre los representantes aristocráticos de la ciudad, que normalmente eran guerreros, y que ahora se disputaban dicha soberanía a través de discursos enfrentados (dissoi logoi). Éste es el germen del debate público, la democracia y el derecho, pues el logos superior (ley) resultante de aquellas deliberaciones era lo que personificaba el poder a través de esta innovadora normativa consensuada.
La etimología de la palabra logos se remonta inicialmente a la raíz indoeuropea de leg, que tiene el significado de recoger o recolectar y de ahí proviene el verbo del griego antiguo leguein (agavillar o enlazar), pues inicialmente, a pesar de que la traducción es problemática y no hay un término que delimite lo que realmente implica: “razón-habla-ley-universal-todo-conocimiento-discurso-divino”, logos acabó derivando en la lenguas modernas en vocablos que contienen de alguna manera el concepto de “colección o recolección de discursos”. Y de ahí hemos heredado palabras que de alguna manera todavía recuerdan este sentido recolector: léxico (colección de términos), inteligencia (recoger entre), ley (recolección de normas), legítimo (acorde a una colección de leyes), colegio (colección de alumnos), lógica (colección de formas), logística (colección de medios), diálogo (discurso entre dos a más personas), monólogo (discurso único), decálogo (discurso de normas), legado (traspaso de la recolección), legión (selección de los mejores), lección (colección homogénea de un tema), seleccionar (separar de la colección), coleccionar (juntar lo recogido), aleccionar (adiestrar con lo coleccionado), leer (recolección de palabras), leyenda (colección de lo que ha de ser leído), florilegio (colección de trozos selectos de materias literarias), etc.
Ya en la Grecia Clásica, Heráclito (c. 536-470 a. C.) fue el primero que utilizó logos con la idea de razón eterna, armonía o ley universal que rige, impulsa, regula los cambios y concilia la polaridad de los contrarios, pero que en sí mismo permanece inmutable e inalterable. «No escuchándome a mí sino al logos, sabio es decir que todas las cosas son Uno». Para este filósofo, el logos es propio de la naturaleza y por tanto no pertenece a la razón del hombre e incluso llega a identificarlo con Dios: «Queriendo o sin querer, se le debe llamar Zeus». Sin embargo, para su coetáneo Pitágoras (569 - 475 a.C.), el logos es una estructura lógica de intermediación con la naturaleza que se representa con números, «y siendo por otra parte los números anteriores a todas las cosas, los elementos de los números son los elementos de todos los seres y el cielo en su conjunto es una armonía y un número». Y así se inicia esta larga y vieja polémica de si el logos es una intuición intelectual inmediata de la naturaleza o es un enunciado o discurso mediato, fabricado por la razón humana para explicar los fenómenos. «La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional es un fiel sirviente», dirá Einstein; o «El corazón tiene razones que la razón no entiende», que dirá Pascal. Aunque, a menudo parece que la una y la otra trabajan en equipo, pues cuando estamos discurriendo (razonando) sobre un problema o una idea, de repente surge un presentimiento, visión, señal, hormigueo, revelación (intuición), que podría ser la solución que se manifiesta. Pero, ¿ha sido racional o racional? Más bien, ¿no parece que esa intuición se halla subordinada al discurso mediato y anterior del razonamiento, que ya llevaba un tiempo divagando sobre el tema? O, cuando conocemos a una persona que actúa “extrañamente”, surge esa vocecita que dice, “algo no va bien”. Y parece que es una resolución inmediata, pero, ha habido una intermediación breve y rauda de la razón que ha confrontado lo “extraño” con lo “normal”. Así, si Heráclito afirma por intuición y sin unos datos razonables que el logos es «Todo y es Uno y pertenece a la naturaleza», es de recibo que cualquier otro intente rebatirlo al tener la “intuición” opuesta (Pitágoras). Quizá, ¿el valor que se le da a la intuición es que para valorarla no se sopesaron las millones de intuiciones que otros tuvieron y que no valieron para nada? La idea del Logos era buena. Bien podría habersele dedicado algún templo y haber hecho sacrificios en su honor. Aunque parece que inicialmente ese no fue el caso. A Logos le da igual e incluso le parece razonable. No es muy amigo del desperdicio del tiempo y el entendimiento, aunque le sobren. Y aunque sabe de sobra que no es un Dios, aunque está al corriente de su omnisciencia y omnipresencia; y si hay un tipo de veneración que le gustaría sería un mayor uso de la lógica, pues honra su nombre y el sentido común, ya que es el menos común de todos los sentidos.
Parménides (h. 540 a.C. - id., h. 470 a.C.), supuesto disidente de la escuela pitagórica, toma un camino intermedio a través del “pensar”, planteando la diferenciación del logos de la naturaleza, pero que al mismo tiempo se ajusta a ella; por tanto, el logos ni es de la naturaleza ni de la razón sino que ambos momentos, lo que se piensa y lo pensado, el sujeto y el objeto se funden en un Ser que lo comprende todo como le revela en su poema Aletheia (la diosa de la Verdad, que sí tenía templo): «Sólo nos queda un camino del que hablar: aquello que Es. En Él se encuentran muchas muestras de que lo que es, es increado, indestructible, único, completo, inmutable e infinito». De esta manera, para Parménides, los seres particulares, el tiempo o el movimiento no son más que ilusiones u opiniones de los sentidos, pero Aletheia continúa: «Es necesario que lo aprendas todo. Tanto las entrañas impasibles de la Verdad como las opiniones de los mortales, en las que no se puede creer. Sin embargo, aprenderás de ellas también, ya que debes juzgar apropiadamente lo que son apariencias para los hombres, pues todo ello lo encontrarás en tu camino...», pero «...antes debes juzgar con la razón (logos) la muy debatida argumentación por mí expuesta».
Es decir, ¿la diosa de la Verdad le dice que tampoco la crea a ella, sino que razone por sí mismo y saque sus propias conclusiones? Con esta encrucijada de tres vías: 1) el camino de la verdad, de lo que es; 2) el de la falsedad, de lo que no es y 3) el de la opinión, de lo que puede ser o no ser, se plantea una cuestión filosófica problemática, misteriosa y profunda que no ha sido resuelta del todo porque quizá no tenga una respuesta clara; o, si la tuviera, quizá fuera a través de otra revelación divina, pero esta vez no de Aletheia, sino de cualquier otra deidad, siempre que esta vez lo haga con luces y taquígrafos.
O también, quizá, cuando la ciencia desvele el origen de Todo; si es posible desvelar el origen de Todo y tras ese Todo no haya más Todo. A Parménides se le atribuye el descubrimiento de la Lógica y proponía al Logos como el medio para descubrir la verdad.
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