Pero, ¿quiénes mejor que los sofistas para relativizar este Todo tan indescifrable? Gorgias (485-389 a.C.), el sofista por antonomasia, niega la mayor: «El ser no es; si el ser es, no sería cognoscible y si fuese cognoscible, no sería comunicable. No lo es porque no se puede percibir por los sentidos; si todos los fenómenos son reproducciones ilusorias de la mente (nous), ¿cómo puedo estar seguro de que ese Ser no es otra ilusión? Y no es comunicable, puesto que si no puedo asegurar que las leyes que rigen esta racionalidad sean universales, tampoco puedo asegurar su consenso dentro de la comunidad». ¿Gorgias le estaba diciendo a Parménides que se aplicara a sí mismo el cuento de la diosa Aletheia?
En cualquier caso, la sabia Diotima también ratifica esos tres caminos parmenideos en el Banquete de Platón, cuando le dice a Sócrates que la verdadera opinión, que no puede ser razonada, no es ni ignorancia ni conocimiento, sino que se encuentra en un lugar intermedio. Y así le corrobora que Eros (Amor) merodea entre lo feo y lo bello, lo mortal o lo inmortal, la pobreza y la abundancia y, sobre todo, la ignorancia y la sabiduría. Y como el Amor ama lo bello, lo inmortal, abundante y sabio, es su naturaleza obtener estas cualidades, que un Dios, en toda regla, ya posee y por tanto no anhela.
Así, el hombre ignorante o creador de opinión debería sentirse concernido por este amor a lo bello que busca la sabiduría; aunque lo que suele pasar es que «aquel que no es bueno ni sabio está a pesar de todo satisfecho consigo mismo y no desea aquello que cree que no necesita». Ser sabio es estadísticamente complicado, pero el hombre con voluntad y talento para serlo, como fue el caso de Sócrates, ¿no debería buscar el nacimiento de la verdad a través de sus razonamientos y preguntas (mayéutica)? ¿No debería dejar que sea el logos el que “le arrastre y empuje como el viento” a seguirlo hasta las últimas consecuencias a expensas de su propia vida? El propio filósofo refrendó ese compromiso, eligiendo la muerte para no contravenir las leyes de la ciudad. Platón (427-347 a. C.) no puede ser totalmente infiel a esa tradición del Ser iniciada por Parménides: «Que hay falsos discursos, es cosa que no puede negarse. Siempre que reunimos nombres y verbos, expresamos algo sobre alguno, y si expresamos lo que es como siendo, lo que no es como no siendo, el discurso (logos) es verdadero; sí, por el contrario, expresamos lo que es como no siendo, lo que no es como siendo, el discurso es falso». Pero su logos adquiere el aspecto más lógico y dialéctico del discurso, el habla o el pensamiento: «El soplo que el alma exhala por la boca, articulándolo, es lo que se llama discurso (logos)…»; «...el pensamiento es como el diálogo del alma consigo misma».
Platón también lo usa como razonamiento, a través del cual descubre las ideas abstractas que trascienden el mundo físico, que superan la percepción de los sentidos, la imaginación o la razón discursiva y que sólo son perceptibles para los filósofos, que deben ser los gobernantes, pues son los únicos capaces de percibir las ideas de las normas eternas de la conducta humana: «Lo que se ha ocultado a los más, a mi entender, es que cuando se trata de ciertas cosas fácilmente accesibles, existen imágenes sensibles, que fácilmente se muestran al que pregunta sobre cualquier cosa, cuando se intenta hacérsela comprender sin trabajo, sin indagación y sin el auxilio del razonamiento (logos)». Aristóteles (384-322 a.C.) ensalza la magnífica aportación del maestro de su maestro: «Y así, con razón puede atribuirse a Sócrates el descubrimiento de estos dos principios: la inducción y la definición general. Estos dos principios son el punto de partida de la ciencia». A través de la inducción se intuye que si todos los cisnes son blancos, ya no se necesita comprobar que “todos” los cisnes son efectivamente blancos, sino que se da un salto desde la intuición intelectual hasta una conclusión con la que se establece una definición.
Aristóteles aporta el don de la palabra (logos) como prueba de la sociabilidad que le permite comunicarse con sus semejantes a través del razonamiento y el habla. Y sitúa también al logos como la categoría noble de su retórica. Si el pathos evoca las emociones y sentimientos del discurso, el ethos ensalza la reputación, la empatía o el estilo, su logos triunfa en la retórica con la persuasión a través del razonamiento lógico.
Poco más tarde, para los estoicos el Logos es la Sabiduría perfecta, razón divina, eterna y subsistente, manantial infinito de donde fluyen los logos particulares de los hombres y es propio del sabio tener la razón recta (orthos logos), aunque como dirá Séneca «Una cosa es la sabiduría y otra llegar a poseerla». Aunque los escépticos, fieles al nombre de su corriente, argumentaban que no es posible conocer lo que son las cosas en sí mismas ni por medio de los sentidos o la razón, pues ninguna de nuestras facultades puede proporcionarnos una representación exacta de los objetos y tampoco es necesario una convicción firme para actuar. Basta que algo sea probable, verosímil o razonable (eulogos): «Quien se atiene a lo razonable obrará rectamente y será feliz.» Y como a pesar de eso, el error no está excluido, para errar lo menos posible lo mejor es suspender el juicio del bien o del mal.
Para un escéptico no hay posibilidad de obtener conocimientos verdaderos. Carneades (h. 214-137 a. C.), director de la Academia de Platón, fue enviado a Roma en el año 155 para pedir una exención de tributos. Se supone que por la fama que irradiaba la retórica de la academia ateniense, se le pidió que diera unos discursos. Y así lo hizo: dio uno a favor y otro en contra de la justicia. Ambos estuvieron tan bien argumentados que los asistentes quedaron deslumbrados. El censor Catón el Viejo procuró entonces, que la embajada filosófico-diplomática griega partiera lo antes posible para su patria. Nos imaginamos que sería por el posible influjo negativo que este escepticismo pudiera tener sobre la juventud romana.
Para los escépticos carecemos de un criterio para discernir lo verdadero de lo falso y no se puede llegar a la verdad a través de los sentidos o la experiencia. Ambos, en última instancia, dependen de los primeros, pero el problema es que las percepciones, las perspectivas, los tamaños, formas, colores, etc, cambian. Y tampoco les vale la razón (logos) de la dialéctica para discriminar y juzgar lo verdadero y lo falso, pues todo es relativo y argumentable: «Si dices que mientes, y lo dices de verdad, ¿mientes o dices la verdad?». Por tanto, no puede haber ningún enunciado verdadero o falso. ¡Pobre Aletheia!
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